Era
un dÃa frÃo, en las montañas lejanas la nieve azotaba la mirada con esa
especie de castidad a la fuerza, la hora resbalaba el mediodÃa, casi ya
caÃa en la siesta. ZacarÃas me habÃa pedido que depusiera una actitud
equivocada: juzgarme inmortal. HabÃamos salido muy temprano, empezaba a
tener sueño, el traquetear de su vieja Ford en los caminos angostos y
erráticos me mantenÃa apenas despierto. ZacarÃas no habÃa hablado, yo
habÃa leÃdo en silencio. Detrás venÃa LucÃa, que iba a quedarse en su
casa de retiro. Pero LucÃa es un ser enigmático y silencioso. Desde muy
pequeña perdió la vista, y perdió con ella esa voz que en nosotros sólo
se presta a necedades, mentiras y maldades. Nos detuvimos de forma casi
abrupta. ZacarÃas nos pidió que bajáramos. El frÃo que empañaba las
ventanas se introdujo sin permiso en mis huesos, entonces me abracé a
LucÃa y ella me miró con el desprecio que se tiene a los seres débiles
sin razón. - Matamos un perrito y ni te diste cuenta - dijo. El nagual
no habÃa perdido tiempo. Se agachó junto al perro deshecho, que por
algún perverso milagro todavÃa vivÃa y nos miraba agobiado de
resignación. Estaba muy agitado, jadeaba como suplicando y yo no podÃa
quitar los ojos de las vÃsceras. LucÃa lloraba sin ver, su retina
amparaba pensamientos indescifrables. Entonces oÃmos un llanto y una
niña de siete u ocho años apareció por el camino, venÃa corriendo y
gritaba un nombre: Sasito. LucÃa de un salto la interceptó, mientras
ZacarÃas envolvÃa a Sasito en su campera y lo alzaba. Yo permanecÃa
estúpidamente paralizado, entonces ZacarÃas me dijo que todo esto lo
habÃa causado yo, que me hiciera responsable. Eso hizo resonar en mÃ
automatismos inconscientes: me pasaba que actuaba por reflejo cuando se
apelaba a mi responsabilidad en cualquier asunto. Era excesivamente
responsable.Corrà hasta donde estaba la niña, y le pregunté dónde
vivÃa. Me miró como se mira a un idiota sin remedio, pero se dignó a
extender la mano, señalando. Si yo hubiese levantado la mirada hubiese
visto la casa, bastante humilde, la única en al menos tres kilómetros a
la redonda. El nagual ya estaba golpeando a la puerta de la casita
cuando me recuperé de la vergüenza, entonces me apené y me metà a la
camioneta. Una anciana atendió, algo le dijo ZacarÃas, no recuerdo,
luego entró. Detrás entró LucÃa que abrazaba a la niña, y los sollozos
del perro sumados a los de la niña me habÃan metido en un pozo oscuro
de tristeza. De todo lo que sucedÃa, lo que más me importaba era la
impresión del perro eviscerado, y luego lo demás, pero para no sentirme
tan despreciable, me decÃa que el mundo era cruel y que el nagual iba
distraÃdo y lo habÃa pisado. Eso me resultaba casi intolerable. A los
minutos, salió el nagual con el perro en sus brazos y lo puso encima
mÃo. Me dijo que yo debÃa sanarlo, puesto que era un sanador. Mis
balbuceos fueron saber dónde estaba LucÃa. Él dijo que LucÃa se
quedarÃa hasta el otro dÃa, porque MarÃa estaba muy mal. Pero que LucÃa
habÃa asegurado que yo sanarÃa a Sasito, y que lo devolverÃa al otro
dÃa sano y salvo, porque yo era un brujo sanador muy poderoso. Sin
tener tiempo a reaccionar, ZacarÃas se subió a la camioneta y me llevó
a un lugar de plenos poderes, como él decÃa. Era un cerro muy bajo,
detrás de dos más bien altos, que no se veÃa desde el camino. HabÃa una
roca muy grande en forma de estrella, poblada en sus rincones por
cactus de montaña. En el camino yo sentÃa gemir muy bajito al perro, y
temblaba violentamente. ¿Qué podrÃa hacer por él? Me martirizaba la
convicción de que nada, nada en absoluto. Estaba asqueado de la
situación, lloraba, ya a los nueve años sabÃa contener lo suficiente el
moquerÃo, pero esta vez no podÃa permanecer digno. Llegamos y ZacarÃas
me dijo que volverÃa al atardecer para no entrometerse. Me acercó la
mochila donde tenÃa yo mis libros, talismanes, hierbas y cosas asÃ.
Dijo que no lo defraudara, que no le fallara a LucÃa, ni a MarÃa: la
pobrecita habÃa perdido a sus padres el mes pasado y todo lo que amaba
en el mundo era ese perro. SerÃan las tres de la tarde. Pasaron dos
horas, mientras me acostumbraba al frÃo y me improvisaba una fogata.
HabÃa decidido que no volverÃa hasta sanar a Sasito. Pensé que lo mejor
era realizar primero un exorcismo. Efectué tres conjuraciones. Luego
puse al perro en un cÃrculo. Dibujé una estrella de cinco puntas y
busqué en los grimorios uno de mis hechizos favoritos. Estaba a la
mitad de una recitación en latÃn cuando tuve la convicción de que el
perro habÃa muerto. Me acerqué, le hablé, lo abracé, pero no
reaccionaba. Me sentà inútil con todo eso que habÃa hecho. Me dije que
me habÃa estado evadiendo con toda esa parafernalia pseudoesotérica. No
habÃa sido impecable, entonces ser sanador es imposible. Sanar es
seducir al intento para que restablezca un canal deteriorado. PasarÃa
una hora o dos. Ya el frÃo era cruel, pero casi no lo sentÃa. DecidÃ
enterrar al perrito. Me puse a cavar por ahà cerca, cuando sentà que
muy bajito, el perro gemÃa. Salté a su lado, miré sus ojitos, y supe
que deberÃa darle muerte. No podÃa sanarlo, pero no podÃa permitir que
sufriera asÃ. TodavÃa lloré un poco más, luego un frÃo despiadado se
instaló en mi columna, me erguÃ, saqué mi rifle 22, y ejecuté la
despiadada eutanasia. Luego ceremoniosamente lo enterré. Ya era bien
entrada la noche, las estrellas eran un montón de titilantes preguntas,
el frÃo era una sólida convicción de que la vida es triste. Cuidé mi
fogata, y entre el humo y las ramitas secas, entre el frÃo y mi
angustia, fue madurando el nuevo dÃa. Amaneció con la llegada de
ZacarÃas. Silenciosamente se sentó a mi lado y me explicó (no recuerdo
las palabras textuales) que cuando nos llega la hora, nada puede
impedirlo. Habló de que el universo se confabula cuando se trata de
complicidad con la muerte. Hasta un prestigioso nagual como él puede
ser el instrumento infame, y un "sanador" como yo terminar el trabajo,
entre mis temores de mierda y mis cuidados de nenita inglesa y mis
locuras ebrias de hechiceros mitómanos o sencillamente insanos. "No
esperes algo mejor, Galito, cuando el universo te estigmatice
deteniéndote el reloj, como diciendo: buitres, aquà está el miserable
que se muere". La muerte es cruda y despiadada para todos, y es
inevitable y hasta absurda, pero la vida muchas veces también lo es, y
lo es sin remedio y sin recaudos. Y hasta sin moralejas.
- ¿Cuál es la moraleja entonces? - pregunté desesperado.
- No hay moralejas. Hay realidades. Está MarÃa por ejemplo, esperando que vuelvas con Sasito vivo
- ¿Y qué voy a hacer?
-
Nada. Te habrás dado cuenta que casi nunca se puede hacer nada. Muchas
veces el heroÃsmo consiste en hacer precisamente eso inevitable que
nadie quisiera hacer. Pero sà tuve una moraleja y fue el matiz mágico
que tiene el cosmos. VolvÃamos. TenÃamos que pasar a buscar a LucÃa.
Cuando nos acercamos a la casa, estaban MarÃa y LucÃa jugando con
Sasito. Hasta un beso me dio LucÃa cuando subió a la camioneta y luego
sentà que tenÃa hambre y que vendrÃan muy bien para paliar la situación
esos alfajores de maicena que venÃan en el bolso del nagual.
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Fuera de la discusion de si se continua o no en esta comunidad, permitanme decirles solo una cosa:
El camino no termina, Solo hay nuevos horizontes.
Cual es horizonte que han escogido?